Siempre quise vivir en una buhardilla.
Me parecía el colmo del romanticismo y lo más parecido a ver los tejados de París, el horizonte….
Imaginaba cojines por el suelo, mucha madera, una chimenea…
Y de repente apareció ella.
Con su plano imposible, con su caída de 3.50 a 0.50 metros, los tejados al alcance de la mano, las vistas al horizonte…
No tiene chimenea (todavía) y los cojines están por el suelo siempre (pero esa es otra historia)
Amueblarla fue, y sigue siendo, un ejercicio de aprovechamiento supremo: hay que adecuarse a la falta de paredes altas, a los rincones, a la falta de ventanales grandes y sobre todo adecuarse a los golpes.
Estamos curtidos cranealmente…
Recuerdo el primer día que llegamos.
Para Alonso, por entonces tenía 3 años, entrar en aquel lugar lleno de rincones y paredes en caída fue como entrar en un mundo secreto de guaridas…
Cada hueco era una cueva donde vivir una aventura.
Para los niños las buhardillas tienen mucho encanto. Son como las casas que dibujan con los techos a dos aguas con esa sensación de seguridad y recogimiento.
Y es algo que perdura con el tiempo.
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La buhardilla que he elegido para esta cita mensual con el mundo decorativo está pensada para niños.
Un lugar mágico y especial.
Dispone de mucha luz, calidez en la piedra y en los tejidos, con toques de color y un espacio espectacular para poder jugar.
Si además añades plazas suficientes para traerte a la mitad de tu pandilla a dormir..
¿No es el lugar perfecto?
Si queréis ver el reportaje completo podéis visitar:
Littlefew
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Algún día os enseñaré la mía…